Prólogo convertido en relato de la campaña en solitario Cenizas de un planeta sin nombre. Uso el juego de rol Starforged: Ironsworn. Puedes estar al día de las novedades en el canal de Telegram, donde también subo las grabaciones de las partidas y curiosidades sobre la creación de este proyecto.

Audio narrado por David Rubio:

Esa estación espacial de mala muerte había conocido tiempos mejores. Rodrigo recorre sus pasillos de metal oxidado sin poder evitar fijarse en los goterones parduzcos que recorren las paredes y que invaden cada rincón.

Sus botas de cuero resuenan en el suelo de rejilla. Quiere estar ahí el tiempo justo y necesario para reabastecerse y revisar si le ha llegado algo por el mensajero de postas.

Llega a la oficina de correos y le recibe un rancio humo de tabaco. La cartera, una humana enjuta de piel muy morena, le mira por encima del mostrador mientras fuma como una chimenea. Un ventilador, con más años que el clavo de un calendario, cruje y resopla en un rincón. Rodrigo se acerca al mostrador y le dice:

―¿Novedades?

La cartera se impulsa sobre la silla de ruedas hasta el armario de taquillas y, abriendo la Q-16B, saca un cassette que en tiempos debió de ser gris pero que ahora tiene el color amarillento enfermizo de una tortilla del día anterior.

Desde donde está no se molesta en acercarse. Se la tira a Rodrigo y este la pilla al vuelo. Con un asentimiento de cabeza, se da la vuelta y sale de ese ahumadero infecto.

Mientras vuelve recorriendo esos interminables corredores de chapa, no puede evitar juguetear un poco con el cassette holográfico. Tiene serigrafiado el logo de su orden. Cae en la tentación de tocarlo con la mano, de sentir el relieve en la punta de los dedos. Con un leve suspiro hidráulico, se saca el guantelete de acero y pasa el pulgar por encima. La textura es rugosa y afilada.

De esta guisa, con el guantelete soltando su suave brillo digital bajo el brazo y toqueteando el mensaje con los dedos desnudos, llega a las compuertas de acero blindado que dan acceso al pasillo umbilical de la nave.

Introduce el código de seguridad en el panel y, con un sonido como de triturar tuercas, las hojas en forma de diafragma de la puerta se van retrayendo como una pupila metálica, oxidada y vieja. A medio camino se quedan atascadas y Rodrigo tiene que darles un puñetazo con la mano enguantada para que sigan su curso.

Una vez abierto el acceso, por fin puede ver el familiar y acogedor interior de su nave. No lleva mucho tiempo siendo suya, pero desde luego ya la siente como un hogar. El leve olor a incienso, a velas y a desinfectante de suelos tiene mucho que ver en ello.

Dando un paso al frente, entra y cierra tras de sí las puertas de seguridad. Se limpia las botas en un felpudo que ha pegado al suelo y va directo a la armería, donde empieza a quitarse la armadura, empezando por las botas. Tras el pegajoso calor de la estación siente con gusto los azulejos de acero en los pies descalzos. Prosigue con el resto de la armadura en un ritual mecánico, rítmico, de siseos y suspiros hidráulicos.

Su armadura es un modelo muy poco avanzado, con los servomotores y sistemas justos para poder considerarse una armadura operativa, pero sin nada estrafalario o avanzado. Sirve para absorber golpes y poco más.

Ya mas cómodo, se envuelve en una yukata azul claro y camina con su tranquilidad característica a la terminal holográfica. Pulsa el interruptor de acero que arranca la máquina y también un amplio botón, que originariamente era plano y ahora presenta un relieve de apretarlo, que activa el sistema de audio. En el silencio de la nave, pulsarlos suena como dar dos pedradas a una chapa.

Mientras murmuran y zumban al activarse, Rodrigo ve la suave niebla que brota de la parte superior, donde los láseres dibujarán la figura de quien le manda el mensaje. Dando golpecitos de impaciencia con el cassette entre los dedos, espera a que pueda meterlo en la rendija. Finalmente, tras un par de clicks, dos o tres chafs y un rotundo tum, en la rendija se aparta la tapa prensil y puede meter el cassette.

Una serie de pitidos le indican que el sistema está leyendo y reconociendo el mensaje. La figura de una mujer empieza a formarse en la niebla y una luz verduzca ilumina el severo rostro de Rodrigo. Es una mujer de aspecto enorme, con una armadura terriblemente decorada. El mensaje es breve:

―Rapaz, se le reclama en el planeta Eos para investigar unas ruinas de los Precursores que hay en el sistema, previas a la colonización. Están emitiendo señales y queremos que averigüe por qué. No pierda tiempo tras recibir este mensaje. Le espero en el asentamiento Luminus para darle más indicaciones.

Tras pronunciar el mensaje, despacha a Rodrigo con un gesto de la mano enguantada y se acaba la grabación.

Rodrigo se queda unos instantes mirando la niebla sobre la que hasta ese momento estaba la Guardiana del Fuego de Eol. Apenas puede contener la emoción y del nerviosismo se cruza la yukata alrededor del cuerpo. Por fin, parece que tiene una oportunidad decente de impresionar a la Orden.

Con paso firme, decidido y, sobre todo, ligero se encamina a la cabina de la nave y según llega empieza a pulsar botones, activar protocolos, hacer comprobaciones y leer cartas náuticas en la mesa de mapas.

No va a fallar.

A través de los paneles de cristal pueden verse girar lentamente las estrellas de la Forja mientras la nave se desacopla y comienza el lento baile de separación con la estación. Mientras termina de realizar los protocolos de activación y los cálculos para el salto de péndulo, las gruesas persianas de protección empiezan a deslizarse tapando la vista.

Finalmente, Rodrigo se recuesta en el sillón de cuero gastado que gobierna la cabina y, tras un momento en el que su cara se endurece con la determinación, activa el salto pendular que le propulsará más allá de la velocidad de la luz. Las cartas de navegación le han proporcionado una ruta segura al planeta Eos a través de pasajes establecidos previamente por otros navegantes.

El viaje no es largo y padece la familiar sensación de mareo, de vértigo y de despersonalización durante todo el trayecto. Al llegar, siente en el pecho que vuelve a estar a una velocidad sublumínica y oye los lamentos del casco de la nave, de los sistemas hidráulicos, de los motores. Toda la nave parece crujirse el cuello tras un esfuerzo enorme y las persianas empiezan a levantarse.

Ha llegado a su destino.

Frente a él ve un planeta requemado, negro. La superficie está cubierta de placas hexagonales del tamaño de países o continentes, surcadas por heridas de lava que la atraviesan como las venas abiertas de un dios muerto. Pero eso no es lo que atrae la atención de Rodrigo.

En el polo norte observa un haz de luz como si sobre ese infierno se erigiera la corona bendita de un santo bondadoso. La ciudad de Luminus proyecta una columna de luz que se propaga por el espacio como una baliza de esperanza. La visión es espectacular, y Rodrigo fija una ruta de aproximación amplia y generosa para poder disfrutar de su contemplación.

Él sabe que su origen es terrible, consecuencia de los láseres de plasma que usan en las minas bajo la ciudad. Pero no le importa, lleva mucho tiempo yendo de un lado para otro en los confines del sector vecino y echaba de menos la contemplación de algo hermoso. En cierta forma, toda esa luz le recuerda a las cristaleras de la Herrería Consagrada en la que le criaron.

Aprovechando la suave curva que describe la nave hacia la ciudad, se recuesta en el asiendo disfrutando de las vistas y se carga la pipa de tabaco. Le basta un pensamiento para encenderla con un fuego que susurra siseante mientras le ilumina los ojos en la penumbra espacial de la cabina. Necesita estar relajado y centrado en lo que le espera.

Poco a poco, el humo le va orbitando como nieblas multicolores iluminadas por los tenues mandos de la nave. La ciudad va creciendo en los ventanales y su potente luz va endureciendo los rasgos de Rodrigo. Con la pipa en los labios, toma de nuevo los mandos y empieza a maniobrar para aterrizar en la bahía asignada.

A medida que se acerca, ve que se trata de una plataforma de aterrizaje hexagonal suspendida a unos cuantos cientos de metros sobre un abismo de lava de la misma forma. Una pasarela, que desde las alturas parece estrecha y angosta, la conecta con la gran cúpula de acero de la ciudad, que encaramada sobre los vapores telúricos parece una bestia agazapada bajo su aureola.

La pobre Polifemo cruje, gruñe y rasca en su descenso. Algunos pilotos de avería parpadean hasta que Rodrigo los apaga con un par de golpes. En su lento girar descendiente se alternan vistas de la ciudad y del páramo ardiente que le rodea, como un corotoscopio moralista que fuera mostrando alternativamente el infierno y el paraíso a una velocidad constante hasta que, finalmente, queda fijada la imagen contrapicada de la mole basalítica de la cúpula urbana.

Se levanta del sillón de mando y va directo a la armería acompañado por el concierto quejumbroso de la nave. Al llegar a la pequeña sala octogonal, cierra la puerta y hace que se enciendan secuencialmente las velas que recorren las paredes. Es una armería sencilla, tiene un par de mesas de trabajo y soportes en las paredes para armas, ahora vacíos. Su armadura gobierna la habitación en un soporte que hace que parezca una persona en reposo mirando fijo al intruso que atraviese la puerta. Tras ella, su mandoble de novicio reposa en una ménsula sobre una tela oscura.

Ha repetido este ritual miles de veces, siempre poniéndose la armadura en el mismo orden. Es siempre igual, cada pieza va sujeta primero con correas y luego con el sistema hidráulico de servomotores. Es un modelo muy sencillo, los servos sirven solamente para sostener el propio peso de la armadura, sin aportar fuerza adicional a los golpes. Pero ya es algo.

Con respeto y aplomo, se da la vuelta y sale con la armadura perfectamente puesta. Detrás deja la espada reflejando la luz cálida de las velas. No suele ser apropiado llevar un arma tan poco discreta en una ciudad, salvo que se tenga un motivo. De camino a la salida coge su capa.

Su silueta se recorta contra la bahía de carga de la Polifemo mientras la rampa desciende a trompicones. Rodrigo se ajusta la capucha de forma que le tape el yelmo y camina por la pasarela sobre el lago de magma mientras la capa ondea al viento tóxico de esta atmósfera alienígena y los respiradores de su yelmo expulsan vahos de un color mortecino cortados por los haces de luz de los sistemas oculares. Se acerca a las enormes puertas blindadas que dan acceso a la cúpula de la ciudad y las atraviesa según se abren.

La ciudad que le recibe está sucia, llena de coches viejos que traquetean caóticamente y papeles que van tropezando con los pies de Rodrigo a cada paso, persiguiendo al aire infecto que a duras penas consigue purificarse.

Tras deambular un poco y mirar un par de mapas holográficos consigue llegar a su destino.

Es un edificio adaptado a la arquitectura local. El estilo de toda la ciudad replica un poco las formas geométricas del planeta, casi como si se intentaran camuflar o congraciar con estos elementos tan ajenos y hostiles, como si imitando las formas del planeta le rindieran tributo para apaciguarle. Por tanto, la capilla tiene una planta hexagonal que asciende en forma de una gran lápida negra sin ninguna decoración, sin ninguna ventana, rodeada de edificios mucho más altos y forrados de luces, carteles y ventanas. Pero la capilla se levanta solo tres o cuatro plantas. Permanece ahí, solemne y sólida. Un acceso cuadrado, perfectamente cuadrado y sin puerta, da acceso al interior. Está vagamente iluminado, en contraste con las estridentes luces de la calle, luces de una ciudad que intenta esconder su turbiedad y su pobreza deslumbrando a todo el que la mira.

Rodrigo se adentra en esas fauces de basalto. El interior es diáfano con bancos organizados en hexágonos concéntricos, hasta un gran pebetero que se encuentra en el centro de la inmensa sala. Reposa sobre un par de escalones, también negros, y guarda unas llamas que danzan, unas llamas bajas, pero que permiten iluminar toda la sala con una luz suave y ominosa.

Frente al pebetero se encuentra Lidia, de pie, apoyada en un báculo, con actitud contemplativa, mientras parece observar el fuego perdida en sus pensamientos.

Porta su armadura, pero no lleva túnicas por encima o ropajes, o una capa como la de Rodrigo: es sencillamente su armadura, una obra de artesanía muy decorada con motivos de volutas de humo, macizos bajorrelieves que al brillo bailarín de las llamas del pebetero parecieran ondular como si fuera humo real. Es de bronce, un bronce sólido, rotundo, con óxido en las oquedades, pese a parecer estar bien cuidada, mantenida y ser perfectamente funcional para el combate.

Rodrigo se acerca respetuosamente y se sitúa a su lado observando las llamas en silencio.